A Ramon Cortés le duele que alguien se levante de su lado cuando toma asiento en el autobús. Es consciente de que su aspecto asusta. “Pero comadre” me dice, apesadumbrado: “Tú lo has visto rápido, soy incapaz de matar a una mosca”
Me ha pedido permiso para llamarme comadre. “Eso solo se dice a alguien especial” Tiene los ojos vivarachos, la voz ronca, el ánimo cansado, resignado. Está contento de hablar conmigo, de que le haga fotos, pero reprime las muestras de afecto hacia mí, por miedo. No entiende muy bien mi interés en él.
Me cuenta que nació en aquella Barcelona de los años 50 donde ya no se cabía ni en las barracas, en un pabellón donde se colgaban sábanas para separar a las familias y conseguir un poco de intimidad. Primero Montjuich, después can Tunis. No tiene un recuerdo bonito de su infancia, tampoco de su juventud.
“He visto y he hecho de todo, pero lo mío son las palmas. Ahora ya no se lleva ser palmero, todos se atreven y eso ya no se paga. Pero Peret dijo: Si me giro y no tengo a mis palmeros pegaos a mí, me largo.
Porque sin palmas no hay ná.”